El sujeto invisible de la Constitución: quién queda fuera de los derechos fundamentales

Ensayo sobre la dignidad, la vulnerabilidad y las personas que quedan en los márgenes de la protección constitucional de los derechos fundamentales.

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Artículo escrito por Anne Almansa Acedo - Article written by Anne Almansa Acedo

No definiría un derecho fundamental como una categoría jurídica neutra. Desde una perspectiva constitucional es la forma en que una comunidad democrática decide que ciertas formas de vulnerabilidad y dominación son sencillamente intolerables y deben quedar fuera del alcance tanto de las mayorías políticas como del poder económico o social. Un derecho fundamental es una posición jurídica que otorga a personas concretas –con cuerpos, historias e identidades que a menudo han sido silenciadas– la autoridad para decir “no” al poder y exigir que las instituciones se reorganicen para que ese “no” pueda ser eficaz.

La Constitución española lo hace explícito cuando declara en el artículo 10.1 que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad son el fundamento del orden político y de la paz social. Esta fórmula suele leerse de forma abstracta, pero tiene un significado muy concreto: ningún proyecto económico, de seguridad pública o de identidad nacional puede situarse por encima de la dignidad vivida de las personas que habitan el territorio.

Históricamente, sin embargo, esas dignidades no se han reconocido por igual. Las primeras declaraciones de derechos fueron escritas por y para un sujeto muy específico: varón, propietario, heterosexual, nacional. Las mujeres, las personas trabajadoras, los pueblos colonizados y muchas otras fueron situadas como objetos de protección o incluso como propiedad, no como titulares de derechos. Cuando hoy las constituciones hablan de derechos fundamentales de “todas las personas”, también están corrigiendo esa exclusión histórica e intentando dar forma jurídica a luchas que han obligado al Estado a ver a esos otros sujetos.

Por eso el concepto de derecho fundamental no puede reducirse a una esfera individual de no injerencia. Tomarse en serio la dignidad y el libre desarrollo implica reconocer que no todo el mundo parte del mismo lugar. Una mujer que no puede volver a casa segura por la noche, una persona migrante sometida a la amenaza constante de expulsión, una persona trans cuya identidad es negada por las normas administrativas, una trabajadora que depende de un contrato precario para sobrevivir: todas ellas disfrutan formalmente de los mismos derechos, pero lo hacen en condiciones radicalmente desiguales. Si la Constitución quiere ser algo más que un texto decorativo, los derechos fundamentales han de operar como herramientas para cuestionar esas estructuras de desigualdad, no solo como un escudo para quienes ya están relativamente protegidos.

Jurídicamente, la Constitución española identifica sobre todo los derechos fundamentales en la Sección 1.ª del Capítulo II del Título I y les otorga un régimen reforzado en el artículo 53. Solo pueden ser regulados por ley orgánica; su “contenido esencial” debe respetarse siempre; su protección ante los tribunales es preferente y sumaria; y, en última instancia, pueden defenderse mediante recurso de amparo individual ante el Tribunal Constitucional. Este régimen especial reconoce que ciertos intereses –la vida y la integridad física, la libertad ideológica y de expresión, la igualdad ante la ley, la intimidad, la participación política, entre otros– no pueden quedar sometidos a la lógica ordinaria de las mayorías legislativas. Pero el mismo artículo 53 añade algo importante: estos derechos vinculan a todos los poderes públicos. No son simplemente una lista de prerrogativas; son límites estructurales y principios rectores para el conjunto del sistema institucional.

La doctrina constitucional ha descrito esto como la “doble dimensión” de los derechos fundamentales. Por un lado son derechos subjetivos, que cada persona puede invocar para detener una injerencia injustificada: por ejemplo, la censura de una protesta, un maltrato policial, el despido arbitrario de una trabajadora embarazada o una vista judicial en la que se utilizan estereotipos de género para desacreditar a una víctima. Por otro lado tienen una dimensión objetiva: expresan valores –igualdad, pluralismo, respeto al cuerpo y a la identidad personal, participación en la vida pública– que deben informar la legislación, las políticas públicas y la interpretación judicial incluso cuando ninguna persona concreta ha acudido a los tribunales. Esta segunda dimensión resulta especialmente relevante cuando miramos a grupos históricamente situados en los márgenes. No basta con decir que las mujeres “también” disfrutan de la libertad de expresión o del derecho a la intimidad; el Estado debe preguntarse por qué sus voces se escuchan menos en el debate político, por qué sus vidas íntimas están más expuestas al control y al juicio, y qué cambios institucionales son necesarios para corregir esos desequilibrios.

La relación entre derechos fundamentales y ley refleja esta tensión. Los derechos son límites para el legislador: cualquier restricción debe perseguir un fin constitucionalmente legítimo, ser adecuada y necesaria para lograrlo y respetar la esencia del derecho, principio que suele expresarse mediante el análisis de proporcionalidad. Pero muchos derechos serían vacíos sin la colaboración del legislador. El derecho a la educación exige sistemas públicos que garanticen el acceso más allá de la renta familiar; el derecho a la tutela judicial efectiva necesita asistencia jurídica, tribunales accesibles y formados para identificar la discriminación, y procedimientos sensibles a las víctimas de violencia de género; el derecho a la intimidad en la era digital exige normas sobre protección de datos, transparencia algorítmica y control de las imágenes íntimas. Cuando la Constitución describe a España como un “Estado social y democrático de Derecho”, está diciendo que la ley debe desmontar activamente los obstáculos que impiden que ciertas personas disfruten efectivamente de derechos que ya tienen sobre el papel.

Por eso los llamados principios rectores del Capítulo III del Título I, aunque no generen derechos directamente exigibles, son centrales para el significado constitucional de los derechos fundamentales. La seguridad social, la protección de la salud, la vivienda, la protección del medio ambiente o la promoción de la igualdad entre mujeres y hombres no son políticas opcionales; son mandatos constitucionales que dan contenido a los derechos reconocidos previamente. Una persona que depende del trabajo de cuidados no remunerado, que no puede acceder a servicios de salud sexual y reproductiva o que vive en condiciones de degradación ambiental tiene formalmente libertad e igualdad, pero en la práctica se mueve dentro de márgenes muy estrechos. Una lectura constitucional atenta a estas realidades entiende que los derechos civiles y políticos y los derechos sociales son interdependientes: sin seguridad material, la autonomía política y personal es frágil, y sin autonomía, las prestaciones sociales corren el riesgo de convertirse en control paternalista.

La cuestión de quién es titular de los derechos fundamentales también revela mucho sobre su significado. El texto de la Constitución utiliza distintas expresiones –“españoles”, “ciudadanos”, “todas las personas”–, pero la jurisprudencia ha tendido a extender el disfrute de los derechos más estrechamente vinculados a la dignidad humana a todas las personas sometidas a la jurisdicción española, con independencia de su nacionalidad o situación administrativa. Esto es especialmente significativo en el ámbito migratorio, donde las categorías jurídicas se han utilizado a menudo para justificar prácticas que serían inaceptables si se dirigieran a ciudadanos: internamientos en centros con garantías limitadas, expulsiones sumarias en frontera, restricciones a la vida familiar. Mirar los derechos fundamentales desde este prisma implica rechazar la idea de que algunas vidas son más “desechables” que otras y recordar al Estado que su primera obligación no es la defensa abstracta de las fronteras, sino la defensa concreta de las personas que las atraviesan.

Otro elemento clave es la forma en que los derechos fundamentales operan en las relaciones entre particulares. La teoría clásica imaginaba los derechos como límites verticales a los poderes públicos. Sin embargo, algunas de las vulneraciones más graves de la dignidad se producen en espacios formalmente “privados”: el hogar donde se normaliza la violencia machista, el lugar de trabajo donde se tolera el acoso sexual, el medio de comunicación o la plataforma digital que reproduce estereotipos racistas o sexistas, la empresa que controla el cuerpo y la identidad de las personas trabajadoras bajo la amenaza del despido. Si los derechos constitucionales se detuvieran en la puerta del hogar, de la fábrica o de la plataforma, abandonarían precisamente a quienes están más expuestas a la dominación. Por este motivo, tanto la legislación como la jurisprudencia han insistido en que los valores que subyacen a derechos como la integridad física y moral, la igualdad, el honor, la intimidad o la libertad de expresión deben informar el derecho civil, laboral y penal y las decisiones de los tribunales ordinarios. La Constitución no disuelve la autonomía privada; exige que esa autonomía sea compatible con la igual dignidad de todas las partes implicadas.

Por último, el significado constitucional de los derechos fundamentales hoy no puede entenderse sin el marco internacional y europeo de derechos humanos. El Convenio Europeo de Derechos Humanos y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, junto con la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, aportan capas adicionales de protección e interpretación. La propia Constitución española, en su artículo 10.2, ordena que las normas relativas a los derechos fundamentales se interpreten de conformidad con esos tratados. Esto tiene consecuencias concretas. Cuando el Tribunal de Estrasburgo trata la violencia doméstica como una vulneración del derecho a la vida y de la prohibición de tratos inhumanos o degradantes, y como una discriminación por razón de sexo, no está solo resolviendo un caso individual; está diciendo a los Estados que tolerar la violencia de género sistémica es incompatible con sus compromisos constitucionales. Cuando el Tribunal de Justicia de la UE refuerza las protecciones frente al despido durante la maternidad o reconoce los derechos de las familias LGBTI, está recordando a las autoridades nacionales que la igualdad y la vida familiar deben entenderse de una manera que refleje la diversidad de las vidas reales. El carácter multinivel de los derechos fundamentales amplía así el espacio en el que las personas pueden impugnar la injusticia y obliga a las instituciones internas a confrontar los puntos ciegos de sus propias tradiciones.

En conclusión, diría que un derecho fundamental, desde una perspectiva constitucional, es un poder jurídicamente reconocido que permite a cada persona resistir y transformar relaciones de dominación. Se enraíza en la dignidad y en el libre desarrollo de la personalidad, pero reconoce que la dignidad se vive de manera distinta según el género, la clase, la raza, el origen, la sexualidad, la discapacidad y muchos otros factores. Vincula a todos los poderes públicos, pero también exige que el Estado regule el poder privado para que el cuerpo, el trabajo o la identidad de nadie puedan ser explotados o silenciados con impunidad. Disfruta de un régimen reforzado de protección, nacional e internacionalmente, porque la experiencia ha demostrado que, sin tales garantías, los primeros derechos que se sacrifican suelen ser los de los grupos menos visibles. Y requiere no solo que las autoridades se abstengan de interferencias injustificadas, sino que adopten medidas positivas –jurídicas, institucionales, culturales– para que todas las personas, no solo quienes se parecen al sujeto constitucional tradicional, puedan habitar efectivamente sus libertades. Los derechos fundamentales son, en este sentido, la expresión jurídica de una promesa: que ninguna vida será tratada como secundaria y que la propia Constitución debe evolucionar siempre que la realidad muestre que esa promesa sigue sin cumplirse.

I would not define a fundamental right as a neutral legal category. From a constitutional perspective, it is the way in which a democratic community decides that certain forms of vulnerability and domination are simply intolerable and must be placed beyond the reach of both political majorities and economic or social power. A fundamental right is a legal position that gives concrete people – with bodies, histories and identities that have often been silenced – the authority to say “no” to power and to demand that institutions be reorganised so that this “no” can be effective.

The Spanish Constitution makes this explicit when it declares in Article 10.1 that human dignity, the inviolable rights inherent to it and the free development of the personality are the foundation of the political order and social peace. This formula is often read in an abstract way, but it has a very concrete meaning: no economic project, public security agenda or national identity narrative can be placed above the lived dignity of the people who inhabit the territory.

Historically, however, those dignities have not been recognised equally. The first declarations of rights were written by and for a very specific subject: male, property-owning, heterosexual, national. Women, workers, colonised peoples and many others were placed as objects of protection or even as property, not as right-holders. When today’s constitutions speak of fundamental rights for “all persons”, they are also correcting that historical exclusion and trying to give legal form to struggles that have forced the State to see those other subjects.

That is why the concept of a fundamental right cannot be reduced to an individual sphere of non– interference. Taking dignity and free personal development seriously means recognising that not everyone starts from the same place. A woman who cannot return home safely at night, a migrant person constantly threatened with expulsion, a trans person whose identity is denied by administrative rules, a worker who depends on a precarious contract to survive: all of them formally enjoy the same rights, but they do so under radically unequal conditions. If the Constitution is to be more than a decorative text, fundamental rights must operate as tools to question those structures of inequality, not only as a shield for those who are already relatively protected.

Legally, the Spanish Constitution mainly identifies fundamental rights in Section 1 of Chapter II of Title I and grants them reinforced protection in Article 53. They can only be regulated by organic law; their “essential content” must always be respected; their protection before the courts is preferential and summary; and, ultimately, they can be defended by means of an individual constitutional appeal (recurso de amparo) before the Constitutional Court. This special regime recognises that certain interests – life and physical integrity, ideological and expressive freedom, equality before the law, privacy, political participation, among others – cannot be left to the ordinary logic of legislative majorities. But the same Article 53 adds something important: these rights bind all public powers. They are not simply a list of privileges; they are structural limits and guiding principles for the institutional system as a whole.

Constitutional doctrine has described this as the “double dimension” of fundamental rights. On the one hand, they are subjective rights that each person can invoke to stop an unjustified interference: for example, the censorship of a protest, police ill-treatment, the arbitrary dismissal of a pregnant worker or a court hearing in which gender stereotypes are used to discredit a victim. On the other hand, they have an objective dimension: they express values – equality, pluralism, respect for the body and personal identity, participation in public life – that must inform legislation, public policies and judicial interpretation even when no specific individual has gone to court. This second dimension is especially relevant when we look at groups historically located at the margins. It is not enough to say that women “also” enjoy freedom of expression or the right to privacy; the State must ask why their voices are heard less in political debate, why their intimate lives are more exposed to control and judgement, and what institutional changes are needed to correct those imbalances.

The relationship between fundamental rights and legislation reflects this tension. Rights are limits for the legislature: any restriction must pursue a constitutionally legitimate aim, be suitable and necessary to achieve it, and respect the essence of the right – a principle usually expressed through proportionality analysis. But many rights would be empty without the collaboration of the legislator. The right to education requires public systems that guarantee access beyond family income; the right to effective judicial protection needs legal aid, accessible courts that are trained to identify discrimination and procedures that are sensitive to victims of gender-based violence; the right to privacy in the digital age requires rules on data protection, algorithmic transparency and control over intimate images. When the Constitution describes Spain as a “social and democratic State governed by the rule of law”, it is saying that the law must actively dismantle the obstacles that prevent certain people from effectively enjoying rights they already hold on paper.

That is why the so-called guiding principles of Chapter III of Title I, even if they do not directly generate enforceable rights, are central to the constitutional meaning of fundamental rights. Social security, health protection, housing, environmental protection or the promotion of equality between women and men are not optional policies; they are constitutional mandates that give substance to the rights previously recognised. A person who depends on unpaid care work, who cannot access sexual and reproductive health services or who lives in conditions of environmental degradation formally has freedom and equality, but in practice moves within very narrow margins. A constitutional reading that takes these realities seriously understands that civil and political rights and social rights are interdependent: without material security, political and personal autonomy is fragile, and without autonomy, social benefits risk becoming a form of paternalistic control.

The question of who holds fundamental rights also reveals a great deal about their meaning. The text of the Constitution uses different expressions – “Spaniards”, “citizens”, “all persons” – but case-law has tended to extend the enjoyment of those rights most closely linked to human dignity to all persons under Spanish jurisdiction, regardless of their nationality or administrative status. This is particularly significant in the field of migration, where legal categories have often been used to justify practices that would be unacceptable if directed at citizens: detention in centres with limited safeguards, summary expulsions at the border, restrictions on family life. Looking at fundamental rights from this perspective means rejecting the idea that some lives are more “disposable” than others and reminding the State that its first obligation is not the abstract defence of borders, but the concrete defence of the people who cross them.

Another key element is the way in which fundamental rights operate in relations between private parties. Classical theory imagined rights as vertical limits on public powers. However, some of the most serious violations of dignity occur in formally “private” spaces: the home where gender violence is normalised, the workplace where sexual harassment is tolerated, the media outlet or digital platform that reproduces racist or sexist stereotypes, the company that controls the worker’s body and identity under the threat of dismissal. If constitutional rights stopped at the door of the home, the factory or the platform, they would abandon precisely those who are most exposed to domination. For this reason, both legislation and case-law have insisted that the values underlying rights such as physical and moral integrity, equality, honour, privacy or freedom of expression must inform civil, labour and criminal law and the decisions of ordinary courts. The Constitution does not dissolve private autonomy; it requires that this autonomy be compatible with the equal dignity of all parties involved.

Finally, the constitutional meaning of fundamental rights today cannot be understood without the international and European human rights framework. The European Convention on Human Rights and the case-law of the European Court of Human Rights, together with the EU Charter of Fundamental Rights, provide additional layers of protection and interpretation. The Spanish Constitution itself, in Article 10.2, orders that the rules relating to fundamental rights be interpreted in accordance with those treaties. This has concrete consequences. When the Strasbourg Court treats domestic violence as a violation of the right to life and the prohibition of inhuman or degrading treatment, and as sex discrimination, it is not only resolving an individual case; it is telling States that tolerating systemic gender-based violence is incompatible with their constitutional commitments. When the Court of Justice of the EU strengthens protection against dismissal during maternity or recognises the rights of LGBTI families, it reminds national authorities that equality and family life must be understood in a way that reflects the diversity of real lives. The multi-level character of fundamental rights thus expands the space in which people can challenge injustice and forces domestic institutions to confront the blind spots of their own traditions.

In conclusion, I would say that a fundamental right, from a constitutional perspective, is a legally recognised power that enables each person to resist and transform relations of domination. It is rooted in dignity and in the free development of personality, but recognises that dignity is lived differently according to gender, class, race, origin, sexuality, disability and many other factors. It binds all public powers, but also requires the State to regulate private power so that no one’s body, labour or identity can be exploited or silenced with impunity. It enjoys a reinforced protection regime, nationally and internationally, because experience has shown that without such guarantees the first rights to be sacrificed are usually those of the least visible groups. And it requires not only that authorities refrain from unjustified interference, but also that they adopt positive measures – legal, institutional, cultural – so that all people, not only those who resemble the traditional constitutional subject, can effectively inhabit their freedoms. In this sense, fundamental rights are the legal expression of a promise: that no life will be treated as secondary, and that the Constitution itself must evolve whenever reality shows that this promise remains unfulfilled.

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